Pasaron dos noches de insomnio y hasta
tres días de sueños, de preguntas sin respuesta atravesando su
mente en canal desde aquel segundo domingo de mes; con lunas llenas de ella, con cielos en
los que las estrellas, parecían confabular con alevosía para
alinearse de tal manera, que en sus constelaciones, Miguel siempre
encontraba aquella sonrisa. Tres días con un sol que, al mirarlo fijamente,
quemaba sus ojos tal como hiciese aquella otra mirada, que aún sin
alcanzar a comprender del todo porqué, consiguió hacerle sentir por
primera vez en su corta vida, tan minúsculo, tan nadie.
Pero aquella otra mirada era lo de
menos.
Su nombre, ¿cuál sería su nombre? Y
lo más importante, ¿Dónde podría encontrarla de nuevo?.
Así, en la tarde de aquel tercer día,
tras regresar desde el puerto al caserío familiar, Miguel fue a
buscar a su tía, quien como supuso, se encontraba en la pequeña
huerta, rodeada de manzanos y naranjos, situada en la parte trasera de la casa.
Sara tenía apenas veinte años cuando hubo de hacerse cargo del pequeño Miguel, un bebé aún, de apenas diez meses. Era una joven bonita y alegre; cuerpo curvoso y proporcionado, cabello largo, negro y brillante como sus ojos que lucía siempre recogido en una gruesa trenza, dejando caer a ambos lados de la cara sendos tirabuzones que, coquetamente, procuraba dejar colarse entre sus gruesos labios cuando sabía que Jon la miraba y eso, ocurría tan a menudo como las veces que estaban juntos.
Sara tenía apenas veinte años cuando hubo de hacerse cargo del pequeño Miguel, un bebé aún, de apenas diez meses. Era una joven bonita y alegre; cuerpo curvoso y proporcionado, cabello largo, negro y brillante como sus ojos que lucía siempre recogido en una gruesa trenza, dejando caer a ambos lados de la cara sendos tirabuzones que, coquetamente, procuraba dejar colarse entre sus gruesos labios cuando sabía que Jon la miraba y eso, ocurría tan a menudo como las veces que estaban juntos.
Porque a Jon le gustaba mirar a Sara
como a Sara le gustaba mirar a Jon; desde que se despertaban hasta que,
agotados al final de cada jornada de trabajo en alta mar y en las
labores propias del caserío, caían rendidos sobre la cama, uno junto al
otro.
A veces, al atardecer, él la miraba desde la ventana mientras Sara recolectaba los tomates, los pimientos y las lechugas que crecían en la huerta, sin que ella se diese cuenta, escondido entre las cortinas, la escuchaba cantar o hablar a los tomates y sonreía con las ocurrencias que ella les soltaba.
A veces, al atardecer, él la miraba desde la ventana mientras Sara recolectaba los tomates, los pimientos y las lechugas que crecían en la huerta, sin que ella se diese cuenta, escondido entre las cortinas, la escuchaba cantar o hablar a los tomates y sonreía con las ocurrencias que ella les soltaba.
–¡Os quiero bien jugosos y gorditos,
tanto para ensalada, como en salsa, para acompañar al bonito que nos
traiga mi marido!. –Y así, también ella acababa sonriendo.
Otras veces, hacía ya unos años, era antes del amanecer, cuando Jon se levantaba para ir a faenar y encontraba a Sara ya despierta, con el pequeño Miguel entre sus brazos, tratando de calmar su llanto entre dulces nanas y paseitos, descalza sobre la madera.
Otras veces, hacía ya unos años, era antes del amanecer, cuando Jon se levantaba para ir a faenar y encontraba a Sara ya despierta, con el pequeño Miguel entre sus brazos, tratando de calmar su llanto entre dulces nanas y paseitos, descalza sobre la madera.
–Sara, acuéstate ya con el niño en
la cama, aún guarda calor, verás cómo se queda dormido.
Entonces Jon la miraba compungido y veía en Sara a una madre y en Miguel al hijo que no lograban tener y los ojos se le llenaban de lágrimas y de amor y de ternura, hasta desbordárseles en un llanto mudo y pastoso que lograba aguantar, al menos, hasta verles a ambos acostados en la cama ya en silencio y tras salir de la alcoba. Luego, ya en la cocina, mientras hervía la leche, a él le hervía la sangre y aquella ternura se convertía en enfado y después en ira y una sola palabra era el detonante para dar lugar a ese cambio en él: Sistiaga, Sistiaga, Sistiaga...
Entonces Jon la miraba compungido y veía en Sara a una madre y en Miguel al hijo que no lograban tener y los ojos se le llenaban de lágrimas y de amor y de ternura, hasta desbordárseles en un llanto mudo y pastoso que lograba aguantar, al menos, hasta verles a ambos acostados en la cama ya en silencio y tras salir de la alcoba. Luego, ya en la cocina, mientras hervía la leche, a él le hervía la sangre y aquella ternura se convertía en enfado y después en ira y una sola palabra era el detonante para dar lugar a ese cambio en él: Sistiaga, Sistiaga, Sistiaga...
Y es que Jon era fuerte y bravo, tanto
como el Cantábrico al que diariamente se enfrentaba para arrancarle sus
frutos junto al resto de pescadores de Ur; sus manos eran manos
callosas, anchas como palas de remo; a pesar de tener su piel curtida
por el salitre y el viento del norte, ella, como su corazón, de pura
espuma de mar, frágil y noble, también estaba llena de cicatrices.
Pero aquel tercer día por la tarde, Miguel esperaba que Jon no estuviese, quería hablar con su tía Sara a solas; no sabía porqué, pero prefería que su tío no estuviese allí, quizás porque se hubiese burlado de él, a modo de broma, tras escucharle lo que tenía que decir o porque él mismo se sentiría más cómodo a la hora de expresarse; el caso es que al verla y comprobar que estaba sola, dejó escapar contra su flequillo, un soplido de alivio y tras dejar su inseparable bicicleta contra la bancada de piedra y sacudirse el polvo del camino de la ropa, se dirigió hacia ella.
Pero aquel tercer día por la tarde, Miguel esperaba que Jon no estuviese, quería hablar con su tía Sara a solas; no sabía porqué, pero prefería que su tío no estuviese allí, quizás porque se hubiese burlado de él, a modo de broma, tras escucharle lo que tenía que decir o porque él mismo se sentiría más cómodo a la hora de expresarse; el caso es que al verla y comprobar que estaba sola, dejó escapar contra su flequillo, un soplido de alivio y tras dejar su inseparable bicicleta contra la bancada de piedra y sacudirse el polvo del camino de la ropa, se dirigió hacia ella.
–¿Sara, puedo preguntarte algo?
–No si antes no me das un beso, ya lo
sabes sobrino.
Así ocurría siempre que Miguel quería saber algo; aún sabiendo de antemano cuál sería la respuesta de su tía, a él le gustaba escuchársela decir, luego saltaba hacia ella hasta engancharse de su cuello con los brazos y le plantaba un beso en la mejilla que deformaba por completo la cara de Sara y hacía desaparecer contra ella la naricilla y Miguel apretaba y apretaba, hasta que necesitaba volver a respirar.
Así ocurría siempre que Miguel quería saber algo; aún sabiendo de antemano cuál sería la respuesta de su tía, a él le gustaba escuchársela decir, luego saltaba hacia ella hasta engancharse de su cuello con los brazos y le plantaba un beso en la mejilla que deformaba por completo la cara de Sara y hacía desaparecer contra ella la naricilla y Miguel apretaba y apretaba, hasta que necesitaba volver a respirar.
–¡Uf!, ahora sí, puedes preguntarme ese
“algo”. Muy importante debe de ser para obsequiarme con semejante
beso y sobre todo, para que estés tan pronto por aquí. ¿Qué es lo
que quieres saber?, dime, Miguel.
–Cuando alguien que no conoces te
mira y te sonríe... –Comenzó Miguel.
–Jajajaja, concreta ese “alguien”,
supongo que será una chica, ¿no?
–Sí.
–Y supongo que tendrá un nombre,
¿no?
–No. Bueno sí, pero yo aún no lo conozco. Solo sé que es rubia y que es muy bonita Sara. El domingo pasé por delante de la iglesia y ella salía con su familia. Yo paré mi bicicleta y ella me miró y me sonrió. ¡Me sonrió, Sara! Y estoy seguro de que le gusta el chocolate y andar en bici y...
–No. Bueno sí, pero yo aún no lo conozco. Solo sé que es rubia y que es muy bonita Sara. El domingo pasé por delante de la iglesia y ella salía con su familia. Yo paré mi bicicleta y ella me miró y me sonrió. ¡Me sonrió, Sara! Y estoy seguro de que le gusta el chocolate y andar en bici y...
–Jajajaja, pues invítala aquí y os
prepararé chocolate para merendar. Aunque de todos modos, no tienes
muchos datos más, ¿no?
–Bueno no, sólo eso y que una señora pareció enfadarse con ella por sonreírme. Luego se montaron todos en un coche enorme y negro y se marcharon. ¡Ford, creo que ponía Ford en el coche!.
El rostro de Sara cambió entonces como cambia el día al llegar la noche, a la vez que las tijeras de podar se escurrían de entre sus dedos y caían al suelo.
–Bueno no, sólo eso y que una señora pareció enfadarse con ella por sonreírme. Luego se montaron todos en un coche enorme y negro y se marcharon. ¡Ford, creo que ponía Ford en el coche!.
El rostro de Sara cambió entonces como cambia el día al llegar la noche, a la vez que las tijeras de podar se escurrían de entre sus dedos y caían al suelo.
–¡Ay ama! –Susurró.
Sólo una familia en todo Ur podía, en
aquella época, tener un Ford y además de color negro, como el de
los Sistiaga. Aquella niña de la sonrisa, por la que preguntaba su
sobrino, era Patricia; la hija de doña Carmen, la hija de don
Ernesto, la sobrina de doña Elvira. Sistiaga, Sistiaga, Sistiaga...
Fin de la segunda.
Enlace a la primera parte....http://86400razonesparasentir.blogspot.com.es/2015/09/ur-parte-i.html
Enlace a la primera parte....http://86400razonesparasentir.blogspot.com.es/2015/09/ur-parte-i.html
M.B.15
A ti, Txezka.
Con todo mi amor.
Con todo mi amor.