La Sra. Pecker, o Lucía, como le gusta
que la llamemos, es una mujer unos pocos años mayor que yo o eso creo. Jamás hemos
mantenido una charla que fuese más allá del cuarto de hora, ni tan personal
como para haberlo comentado, pero por sus rasgos deduzco que rondará los
cuarenta y ocho.
Su piel es del color del pan rayado y su pelo
largo y un tanto confuso, en el que cada mechón moreno, desciende sobre sus hombros en una
dirección distinta dependiendo del momento del día en que te la encuentres.
A veces, sobre todo cuando aprieta el calor, Lucía se lo recoge con una de esas pinzas con clip metálico, o con una goma en la parte trasera de la cabeza.
A veces, sobre todo cuando aprieta el calor, Lucía se lo recoge con una de esas pinzas con clip metálico, o con una goma en la parte trasera de la cabeza.
Entonces
quedan más al descubierto sus dos ojazos, negros y coquetos, de pestañas largas,
nerviosas, que al mirar, te clavan al suelo o a la silla en la que estés
sentado, anulando durante unos segundos, la recepción de cualquier señal
a través de los sentidos. Su cuerpo, gracioso y
proporcionado en la distribución de las formas cóncavas y convexas que lo arman. Apasionante.
Creo que ya hice referencia antes a sus pechos y los efectos que
produce su sola aparición en mi imaginario.
Suele pasar el día en su habitación, la más espaciosa
de la casa por ser la resultante de la unión de dos salas continuas, tras el
derribo del tabique que las separaba.
Allí tiene su dormitorio y una zona que
utiliza a modo de despacho, coronada por una impresionante mesa antigua de
madera y rodeada por una pobladísima biblioteca. Desde esa misma habitación se
accede, de forma exclusiva, a una amplia terraza con abundantes plantas, una
hamaca de esas tipo balancín e incluso un jacuzzi. Nadie salvo la Sra. Pecker
tiene acceso a esa terraza y solo puede verse desde su cuarto o desde la
ventana que hay en la despensa, normalmente cerrada con llave.
Me resulta la verdad extraño que esté
despierta a estas horas, más aún siendo sábado hoy. Sólo con pensar que Lucia haya
podido escucharme durante digamos, mi masaje en la ducha, hace que me empiece a
poner un tanto nervioso.
Avanzo por el
pasillo hacia la cocina, el cristal de la puerta deja pasar la luz suficiente como
para no tropezarme con una mesita de metal y mármol y las dos figuras de
alabastro que están colocadas a un lado del trayecto.
El olor a café recién hecho es
más penetrante a medida que me acerco. Me paso la palma de mi mano por la cara,
desde la frente a la barbilla, intentando borrar de ella cualquier signo de
preocupación. Soplo y giro la manilla.
– Buenos días Lucía. No esperaba que
hubiese nadie aún levantado. Huele riquísimo ese café. – Digo dirigiéndome hacia
la nevera y sin quitar ojo de la cafetera por no cruzarme con su mirada.
– Buenos días Mikel, ya ves, no podía
dormir y he venido a preparar el café para los desayunos. He oído que alguno de
vosotros ya estaba despierto, así que como hoy es sábado ya no viene la
asistenta, marchó de puente y alguien tenía que hacerlo.
Abro la nevera y escondiéndome tras la puerta, saco el cartón de zumo de uva y manzana.
– ¡Estaba despierta joder! , seguro que me
ha oído,– pienso.
Me sirvo en uno de los vasos de cristal y bebo de tres tragos
el contenido mientras miro hacia el techo. ¿Cuánto llevaría despierta? Debo
tranquilizarme, estoy seguro que aún dormía. Si me nota nervioso sospechará que
alguna otra cosa sucede. No me queda otra, he de decir algo. La
miro al fin.
Tiene el pelo recogido. Lleva un batín de
estilo oriental que apenas llega a cubrirla hasta un palmo por encima de sus
rodillas. Con una luna plateada por delante de la cual vuela un dragón rojo.
Ambos bordados sobre el bolsillo izquierdo situado a la altura del pecho. Sus
dos pezones aparecen perfilados bajo la fina tela de seda negra del kimono. Está
descalza, ella siempre va descalza por la casa, con las uñas de los pies pintadas la mayoría
de veces de color rojo intenso.
Pasa un segundo, dos y hasta tres hasta que consigo
apartar mis ojos de sus tetas. El tema del café me resulta adecuado para
centrarme.
– Muy amable Lucía, pero ya sabes que no
era necesario. Tenía la intención de dejaros el café preparado, pensaba habértelo
comentado ayer, pero con los preparativos de la acampada se me pasó. Ya te
conté que marcho durante cinco días pero ese detalle se me olvidó.
– Sí, recuerdo que me comentaste. Y
precisamente ese es el motivo principal por el cual no me podía dormir y del
que quería hablar contigo. Ponme si no te importa otro café a mí por favor
Mikel.
Ya está, estoy seguro de que lo sabe. Qué
vergüenza. Aunque por otro lado, su tono de voz al decirlo, me ha indicado
más bien que era algo que no estaba convencida de lo que iba a decir.
Me
dirijo hacia la cafetera y la retiro del fuego. Voy preparando las tazas lo más
calmado posible.
– Lo siento si te he despertado al ducharme
Lucía, lo siento muchísimo. De repente se enfrió el agua, salía helada y…
– ¡No, Mikel por dios, qué va! No te
preocupes, ya llevaba tres horas despierta al menos. El tema es que no sé cómo decírtelo,
a ver. Ya sabes que soy aficionada a escribir en mis ratos libres y he pensado
que me vendría bien unos días en plena naturaleza para lo que estoy escribiendo
ahora. Los otros dos inquilinos también se marchan por las fiestas, así que la
casa quedaría vacía y me aterra la idea de pasarme estos días aquí metida, así
que he pensado si te importaría que te acompañase. Además, nunca he tenido
oportunidad de poder hacerlo, y me gustaría muchísimo.
En ese preciso momento, una inocente taza de porcelana se estrella, debido
a la gravedad de la tierra y a una estúpida reacción mía, contra el suelo de cerámica negra. Después,
una sirena de policia alejandose y silencio.
M.B.2014
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