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2015-09-20

Ur. (Parte II). Sara.

Pasaron dos noches de insomnio y hasta tres días de sueños, de preguntas sin respuesta atravesando su mente en canal desde aquel segundo domingo de mes; con lunas llenas de ella, con cielos en los que las estrellas, parecían confabular con alevosía para alinearse de tal manera, que en sus constelaciones, Miguel siempre encontraba aquella sonrisa. Tres días con un sol que, al mirarlo fijamente, quemaba sus ojos tal como hiciese aquella otra mirada, que aún sin alcanzar a comprender del todo porqué, consiguió hacerle sentir por primera vez en su corta vida, tan minúsculo, tan nadie.

Pero aquella otra mirada era lo de menos.

Su nombre, ¿cuál sería su nombre? Y lo más importante, ¿Dónde podría encontrarla de nuevo?.

Así, en la tarde de aquel tercer día, tras regresar desde el puerto al caserío familiar, Miguel fue a buscar a su tía, quien como supuso, se encontraba en la pequeña huerta, rodeada de manzanos y naranjos, situada en la parte trasera de la casa.

Sara tenía apenas veinte años cuando hubo de hacerse cargo del pequeño Miguel, un bebé aún, de apenas diez meses. Era una joven bonita y alegre; cuerpo curvoso y proporcionado, cabello largo, negro y brillante como sus ojos que lucía siempre recogido en una gruesa trenza, dejando caer a ambos lados de la cara sendos tirabuzones que, coquetamente, procuraba dejar colarse entre sus gruesos labios cuando sabía que Jon la miraba y eso, ocurría tan a menudo como las veces que estaban juntos.

Porque a Jon le gustaba mirar a Sara como a Sara le gustaba mirar a Jon; desde que se despertaban hasta que, agotados al final de cada jornada de trabajo en alta mar y en las labores propias del caserío, caían rendidos sobre la cama, uno junto al otro.
A veces, al atardecer, él la miraba desde la ventana mientras Sara recolectaba los tomates, los pimientos y las lechugas que crecían en la huerta, sin que ella se diese cuenta, escondido entre las cortinas, la escuchaba cantar o hablar a los tomates y sonreía con las ocurrencias que ella les soltaba.



–¡Os quiero bien jugosos y gorditos, tanto para ensalada, como en salsa, para acompañar al bonito que nos traiga mi marido!. –Y así, también ella acababa sonriendo.

Otras veces, hacía ya unos años, era antes del amanecer, cuando Jon se levantaba para ir a faenar y encontraba a Sara ya despierta, con el pequeño Miguel entre sus brazos, tratando de calmar su llanto entre dulces nanas y paseitos, descalza sobre la madera.



–Sara, acuéstate ya con el niño en la cama, aún guarda calor, verás cómo se queda dormido.

Entonces Jon la miraba compungido y veía en Sara a una madre y en Miguel al hijo que no lograban tener y los ojos se le llenaban de lágrimas y de amor y de ternura, hasta desbordárseles en un llanto mudo y pastoso que lograba aguantar, al menos, hasta verles a ambos acostados en la cama ya en silencio y tras salir de la alcoba. Luego, ya en la cocina, mientras hervía la leche, a él le hervía la sangre y aquella ternura se convertía en enfado y después en ira y una sola palabra era el detonante para dar lugar a ese cambio en él: Sistiaga, Sistiaga, Sistiaga...

Y es que Jon era fuerte y bravo, tanto como el Cantábrico al que diariamente se enfrentaba para arrancarle sus frutos junto al resto de pescadores de Ur; sus manos eran manos callosas, anchas como palas de remo; a pesar de tener su piel curtida por el salitre y el viento del norte, ella, como su corazón, de pura espuma de mar, frágil y noble, también estaba llena de cicatrices.

Pero aquel tercer día por la tarde, Miguel esperaba que Jon no estuviese, quería hablar con su tía Sara a solas; no sabía porqué, pero prefería que su tío no estuviese allí, quizás porque se hubiese burlado de él, a modo de broma, tras escucharle lo que tenía que decir o porque él mismo se sentiría más cómodo a la hora de expresarse; el caso es que al verla y comprobar que estaba sola, dejó escapar contra su flequillo, un soplido de alivio y tras dejar su inseparable bicicleta contra la bancada de piedra y sacudirse el polvo del camino de la ropa, se dirigió hacia ella.

–¿Sara, puedo preguntarte algo? 

–No si antes no me das un beso, ya lo sabes sobrino. 

Así ocurría siempre que Miguel quería saber algo; aún sabiendo de antemano cuál sería la respuesta de su tía, a él le gustaba escuchársela decir, luego saltaba hacia ella hasta engancharse de su cuello con los brazos y le plantaba un beso en la mejilla que deformaba por completo la cara de Sara y hacía desaparecer contra ella la naricilla y Miguel apretaba y apretaba, hasta que necesitaba volver a respirar.



–¡Uf!, ahora sí, puedes preguntarme ese “algo”. Muy importante debe de ser para obsequiarme con semejante beso y sobre todo, para que estés tan pronto por aquí. ¿Qué es lo que quieres saber?, dime, Miguel.



–Cuando alguien que no conoces te mira y te sonríe... –Comenzó Miguel.



–Jajajaja, concreta ese “alguien”, supongo que será una chica, ¿no?



–Sí.



–Y supongo que tendrá un nombre, ¿no?

–No. Bueno sí, pero yo aún no lo conozco. Solo sé que es rubia y que es muy bonita Sara. El domingo pasé por delante de la iglesia y ella salía con su familia. Yo paré mi bicicleta y ella me miró y me sonrió. ¡Me sonrió, Sara! Y estoy seguro de que le gusta el chocolate y andar en bici y...



–Jajajaja, pues invítala aquí y os prepararé chocolate para merendar. Aunque de todos modos, no tienes muchos datos más, ¿no?

–Bueno no, sólo eso y que una señora pareció enfadarse con ella por sonreírme. Luego se montaron todos en un coche enorme y negro y se marcharon. ¡Ford, creo que ponía Ford en el coche!.

El rostro de Sara cambió entonces como cambia el día al llegar la noche, a la vez que las tijeras de podar se escurrían de entre sus dedos y caían al suelo.



–¡Ay ama! –Susurró.



Sólo una familia en todo Ur podía, en aquella época, tener un Ford y además de color negro, como el de los Sistiaga. Aquella niña de la sonrisa, por la que preguntaba su sobrino, era Patricia; la hija de doña Carmen, la hija de don Ernesto, la sobrina de doña Elvira. Sistiaga, Sistiaga, Sistiaga...



Fin de la segunda.

 Enlace a la primera parte....http://86400razonesparasentir.blogspot.com.es/2015/09/ur-parte-i.html

M.B.15



A ti, Txezka.
Con todo mi amor.


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2015-09-17

Ur. (parte I)

Cuando Miguel comenzó a sentir algo parecido a lo que años más tarde supo que era amor, aún no sabía ni el nombre de ella, ni si le gustaría, como a él, andar en bicicleta hasta que las farolas que iluminaban los agrestes caminitos que comunicaban entre sí las casas del pueblo y a estas con el bosque y a este con el pantano, se encendían a última hora de la tarde.
En verano, cuando Miguel aún no sabía si a ella le gustaría, como a él, bañarse de noche en el pantano, a él le fascinaba tumbarse sobre la tierra, aún cálida como el pecho de una madre y bajo una de aquellas farolas que atraían hasta sus tímidas y parpadeantes luces amarillentas a todo tipo de insectos, pasar el tiempo viéndolos chocar, testarudamente, contra el cristal una y varias veces, hasta que quedaban girando a su alrededor hipnotizados, como pequeños satélites describiendo elípticas órbitas, a cada vez mayor velocidad.

La vio por primera vez el segundo domingo de Junio, a la salida de la iglesia, mientras él pasaba por delante del pórtico con su bicicleta. Miguel tenía trece años y el pelo negro y rebelde; postillas en sus codos y también en sus rodillas y un pequeño corte, aún sin cicatrizar, sobre la mejilla izquierda, que le daba cierto aire de trasto y aventurero que junto con su porte, ciertamente osado e incluso descarado, le convertían en uno de esos niños a los que los padres procuran mantener alejados de sus hijos, por miedo a un contagio de personalidad.
Ella era rubia, aunque Miguel aún no sabía si le gustaba el chocolate o, como a él, bajar al puerto a sentarse en el espigón y leer, en voz alta, los viejos libros de Verne y Twain que su padre guardaba entre cajas de cartón y mantas y que un día encontró en el altillo de su casa. De vez en cuando, incluso, se imaginaba sus propias aventuras como capitán de algún barco pirata mientras perdía su mirada entre la espuma del mar al romper contra las rocas.
Pero ella era rubia y aquel segundo domingo de Junio, al detener Miguel su bicicleta frente al pórtico de la iglesia, ella buscó su mirada entre el gentío y le sonrió, entonces vio que además era bonita y que con esa sonrisa que le dedicaba, sería muy probable que le gustase el chocolate y los libros de Julio Verne.

Para cuando la boca de Miguel quiso reflejar una sonrisa cómplice con la que responderla, ya era tarde y era doña Carmen, la madre de la niña, la que le miraba, con desprecio, mientras ocultaba a su hija tras su propio cuerpo. Si las miradas matasen, Miguel habría muerto fulminado, como por un rayo, en ese mismo momento.

–¿Qué estás haciendo insensata?, ni se te ocurra acercarte a ese desgraciado y no digas que nada, te he visto sonreírle. ¿Es que acaso no sabes quién es?.

¡Claro que sabía quién era!. Lo sabía ella y lo sabían el resto de los casi doscientos habitantes de Ur. ¿Cómo no saberlo? En un pueblo tan pequeño como Ur, cuanto más morbo despertaban los “sucedidos”, e incluso, cuanto más íntimos eran, más difícil era mantenerlos ocultos y el “sucedido” sobre Miguel, o más bien sobre la familia de Miguel, cumplía los dos requisitos imprescindibles para correr como la pólvora, de boca en boca, en un pueblo de doscientos habitantes como Ur.

–Que sea la última vez Patricia, o te pasarás el verano entero encerrada en tu habitación.

–Pero mamá, solo es un niño. –Replicó Patricia.

–Niña, hazle caso a tu madre. Ese demonio, cuanto más lejos, mejor. Lleva en las venas la misma sangre que su madre y que su padre. –Apuntó doña Elvira, la hermana mayor de doña Carmen; junto a ella, una de las personas con más tierras de cultivo, de bosque y “credibilidad” de Ur.

Aquel verano en el que Patricia sonrió a Miguel a la salida de la iglesia, doña Elvira rondaba los sesenta años, diez más que doña Carmen y cuarenta y cinco más que Patricia.
Siempre vestida de negro desde la muerte de sus padres, doña Elvira era una soltera de toda la vida, del tipo de beatas convencidas que piensan que las dos misas diarias, los rosarios a media tarde y antes de dormir y una buena cantidad de dinero en el cepillo de la iglesia, son actos necesarios para alcanzar el perdón y “ganarse el cielo” y a la vez el respeto de la gente.
Delgada, al contrario que su hermana, hasta el punto que aquel que no conociese de ella, podría pensar que no tenía con qué alimentarse. Tampoco era demasiado alta, al menos no tanto como Patricia y mucho menos que doña Carmen, la verdad es que alguien que no conociese de ellas, no podría asegurar que eran hermanas, pero el caso es que lo eran.
Ambas, herederas de la gran fortuna de los Sistiaga, que además de los extensos campos de cultivo de trigo y maíz, comprendía la gran arboleda de robles que conformaban el bosque de Zuaia y la reformada casa torre de la familia, donde convivían las dos hermanas con la niña y don Ernesto, el padre de Patricia.
Además poseían otros siete caseríos que tenían arrendados a otras tantas familias de Ur y ganado y varios comercios del pueblo; la cantina, la carnicería, dos panaderías y la tienda de ultramarinos.

Abandonaron el pórtico aquella tarde entre los saludos, casi reverenciales, del resto de vecinos y feligreses; quien más o quién menos, estaba de alguna manera relacionado “forzosamente” con los Sistiaga y así, podía decirse que no caía una hoja de árbol ni se movía una brizna de hierba sin que ellos no lo supieran, antes incluso de que ocurriese.
Sólo el caserío de los Aguirre, sus tierras aledañas y el vasto manantial subterráneo que aquellas contenían y que abastecía de agua potable al pueblo, escapaban a su control y allí era precisamente donde vivía Miguel junto a su tía Sara, hermana de su madre y su tío Jon.

Miguel emprendió de nuevo la marcha sobre la bicicleta, aún con la sonrisa en los labios y sin dejar de mirar hacia el coche donde Patricia se había subido y que ya circulaba a escasa velocidad atravesando la plaza; estaba seguro de que ella le veía desde el interior del Ford negro, por lo que aumentó el ritmo de pedaleo para ponerse a la par de la ventanilla trasera tras la que, difuso por los reflejos del sol y del propio paisaje en movimiento, aparecía el rostro de Patricia.
Sus miradas se cruzaron durante dos segundos, lo justo para intercambiar una nueva sonrisa de ella con un guiño de él. Después, el Ford negro aceleró bruscamente al llegar al camino de salida de Ur, dejando a Miguel envuelto en una nube de polvo y tierrilla en suspensión tan densa, que casi podía masticarla.

–¡Maldito crío del demonio!

Aquel segundo domingo de Junio, Miguel comenzó a sentir lo que años más tarde supo que era amor y tras ver desaparecer el Ford negro, cogió su bicicleta y marchó en dirección al pantano; estaba seguro de que a ella le gustaría, como a él, bañarse allí. Luego se tumbo a secarse sobre la hierba. No podía dejar de pensar en ella, en dónde viviría, en cuál sería su nombre; quizás se llamaría Maite, como su madre, o quizás Becky, como la novia de Tom Sawyer; de lo que estaba seguro era de que era preciosa y tras verla sonreír, de que a buen seguro le gustaba, como a él, el chocolate y montarse en bicicleta. 

Fin de la primera.
M.B.15

Tuyo Txezka.
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